Die Eroberung von Mexico, crítica.

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«La Conquista de México», del compositor alemán Wolfgang Rhim, es una de las dos obras que durante los meses de octubre y noviembre, rendirán homenaje a la cultura hispanoamericana, junto con «The Indian Queen» de Purcell. Estrenada en Alemania a principios de los años 90, esta pieza ha tenido frecuentes reposiciones en diversas ciudades europeas, recayendo ahora en Madrid con una nueva producción del director de escena Pierre Audi, uno de los más destacados de la actualidad.

Si habitualmente me gusta comenzar mis críticas hablando del aspecto musical, en esta ocasión lo considero especialmente importante. Nos encontramos ante una obra claramante limítrofe. Rhim no inventa nada nuevo, ni rompe bruscamente los moldes en busca de disonancias, pero juega mucho con los colores y las texturas de cada una de sus secciones. Predominan en todo momento los instrumentos de percusión (gongs y timbales) y viento (trompetas y oboes), mientras deja reducido espacio para la cuerda, sobre todo de tesituras graves (violonchelos y contrabajos). La disposición en la sala, utilizando tanto los palcos laterales de platea como el palco Real, intensifica el juego de densidades, obteniendo un sonido envolvente que consigue sumergirte de lleno en la escena. Como contrapunto, abusa mucho de la mesa de mezclas, desde la que reproduce ruidos y sonidos onomatopéyicos, e incorpora dos bajos eléctricos. Hasta aquí todo correcto, son muchos los músicos que han recurrido a la música electrónica para sus composiciones. Sin embargo, y es aquí donde creo que falla, es en la forma de unir todo el campo auditivo. Se apoya en dos actores dedicados a repetir palabras del texto, por un lado, y de varios cortes pregrabados de orquesta y coro (grabado en su totalidad) por otro.

Todo esto sería asumible si por contra, la escritura vocal tuviera un interés mayor. Dos cantantes protagonistas, una soprano dramática para el papel de Montezuma y un barítono para el de Hernán Cortés. Najda Michael, conocida en Madrid por su interpretación de la Marie de Wozzeck, es propicia para este tipo de papeles de importante carga dramática. El instrumento además es sólido, amplio, recio. El agudo tiene mucho cuerpo y su juego escénico es brutal. La línea melódica desgraciadamente no está construida del todo, por lo que son escasas las frases en la que tiene que cantar, dedicándose en su mayor parte a soltar palabras de forma espontánea. Georg Nigl tampoco puede lucirse en una parte que exige hablar más que cantar. Toda su actuación implica acentuar, gritar y susurrar, y cuando demanda canto, este solo mete sonidos ingratos y en todo momento engolados.

La diatriba de lo antes mencionado es si realmente se puede calificar esto de ópera. No en sentido peyorativo, sino diferenciador. Una de las máximas que diferencian una obra musical al uso del teatro lírico ha sido siempre la primacía del canto sobre las demás artes que componen el espectáculo. Ahí tenemos a Mozart, Beethoven o Bizet, introduciendo texto hablado, pero siempre en un porcentaje menor y con un distintivo, bien el singspiel, bien la opèra comique. Todo lo opuesto a la obra de Rhim, un compendio de añadidos que poco tienen que ver con este arte, aún bien ejecutados. De hecho, llega un momento en el que todo se encuentra tan bien atado que se olvida si lo que se está escuchando es real o se trata de un sistema de amplificación o de un sonido preestablecido, lo que podría introducirse regularmente en otros repertorios sin que nos inmutemos.

Llegados a este punto, me gustaría hacer una mención honorífica a la soprano alemana Carole Stein, situada en uno de los palcos, cuyo arduo cometido- no pude quitarle el ojo de encima en ningún momento- era el de atacar notas extremas, especialmente agudas. A la dificultad fisiológica se le suma el hecho de que le exigan picarlas y no alcanzarlas en mitad de una frase, resultando plenamente audibles aún siendo pianos. Era tal el grado de concentración exigido, que no pocas veces la vimos acercando el diapasón a su oído para defender la tesitura.

Concentración máxima se le pide también al director de orquesta (Alejo Pérez), dedicado más bien a cuadrar y dar las pertinentes entradas a los músicos, que a recrear atmósferas como en un Don Giovanni, título por el que se llevó uno de los abucheos más grandes del Nuevo Teatro Real. Pierre Audi cayó en su personal y habitual imaginación onírica, pintando todo de tonalidades coloristas, excéntricos trajes y una iluminación fabulosa para acrecentar el componente dramático que salva a Die Eroberung von Mexico de convertirse en una obra musical cualquiera. ¿Ópera?. Quién lo sabe!!. Pero ya nada importa en un teatro cuyo reclamo en los últimos años se ha basado en Michel Haneke, Anthony and the Johnsons, Marina Abramovic o Willy Dafoe.

Arian Ortega.