Curro Vargas en el Teatro de la Zarzuela, crítica.

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«LA ZARZUELA INCANTABLE»

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CURRO VARGAS (Ruperto Chapí): Cristina Faus (Soledad), Alejandro Roy (Curro Vargas), Marco Moncloa (Don Mariano), Milagros Martín (Doña Angustias), Ruth González (Rosina), Israel Lozano (Timoteo), Gerardo Bullón (Capitán Velasco), Luis Álvarez (Padre Antonio). Guillermo García Calvo (Dir. de Orquesta). Graham Vick (Dir. de Escena).

Habría que remontarse a la temporada 83/84 para asistir a la última representación del título que hoy nos ocupa, Curro Vargas, del maestro Chapí. De aquellas funciones permanece aún latente, por lo excepcional, especialmente en lo referido a testimonios sonoros, el flamante dúo de Soledad y Mariano del segundo acto, interpretada entonces por los grandes Antonio Blancas y Enriqueta Tarrés. Esta última por cierto, olvidada por ciertos sectores del público actual, sigue en activo impartiendo clases magistrales en Barcelona, su ciudad natal.

Para esta vuelta a los escenarios, se ha encargado una ambiciosa producción a un director de escena británico, Graham Vick, siendo la primera vez que se enfrentaba a un título de zarzuela. Paolo Pinamonti, a quien una vez más, hemos de agradecer su constante empecinamiento en recuperar el amplio legado de títulos que aún quedan por reabrir, ha optado, al igual que en las pasadas funciones de Marina, por rescatar algunos números musicales que era habitual cortar por la época, además de gran parte de los diálogos que acontecen a lo largo de las casi cuatro horas de música de Chapí compuso con gran acierto.

Concebida en un momento en el que el género empezaba a disgregarse- unos por la senda de la ópera, en todo su esplendor, otros, por continuar esa senda de la zarzuela divertente, como mero entretenimiento de las masas, y los menos, por elevar la zarzuela a una categoría mayor, incluyendo elementos reinantes de finales de siglo, entrando ya en el romanticismo y el verismo más desgarrador-, Chapí dejó al margen sus anteriores trabajos en un estrato más liviano, para meterse de lleno en un título de proporciones wagnerianas.

 Curro Vargas se nos presenta como una especie de ópera en tres actos con diálogos, estos por cierto, de mayor calado a lo que se estaba acostumbrando, mostrando un uso del verso muy acertado y un sentido trágico presente desde las primeras frases de Soledad, citando a su amado Curro: (/Nadie aspire a Soledad/Porque Soledad es mía…/Y si por desdicha/Hay quien logre tu amoroso trato/Cuenta conque a ese lo mato/Y a ti te mato también!). No hace falta decir, que tras esta amenaza, existe un autoritario padre, el cual prohibe dicha relación, para entregarla al rico Don Mariano, al tiempo de que Curro, obcecado por un amor primitivo, marchase con el fin de hacer fortuna y volver a llevarse a Soledad. Cuando este regresa- regreso deseado por quien fuera su mentor, el cura Antonio- se tropieza con la realidad; Soledad está desposada con el que ahora es su enemigo y al que tratará de matar.

Como se ve, una historia que poco se aleja de la Carmen de Bizet y que carga tintas contra cualesquiera que se se interpongan en su camino. La crudeza del texto, obra de Joaquín DicentaManuel Paso Cano, no es lo único teñido de negrura en estas páginas. La partitura es sin discusión, una de las mayores, por no decir la más enrevesada e inclemente que tengamos oportunidad de escuchar. Sin salir de la primera media hora de música, el lamento de Soledad no tiene nada que envidiar a la maldición de Santuzza en su Cavalleria Rusticana. Ni tan siquiera la maldición de ésta, con su aterrador /A te la mala Pasqua!/, logra atemorizar más que los continuos saltos de registro del tenor, Curro, hasta morir en manos del marido de Soledad, después de matarla a ella.

Cristina Faus, a quien el Teatro de la Zarzuela brinda papeles casi anualmente, fue sin dudas la triunfadora de la noche. Probablemente el papel de mayor relevancia que le hemos oído y todo un reto para cualquier soprano o mezzo que lo interprete. A todo esto, la ambigüedad de la partitura, al estilo de una Kundry o una Santuzza, da más juego a una mezzo aguda que a una soprano, pese a alcanzar en varias ocasiones notas propiamente sopraniles. La escena de salida, repleta de tresillos, fue una notable carta de presentación con una escritura que demanda una línea cuidada al extremo, pese al dolor y la profundidad de las palabras, sucesión de frases al estilo rossiniano, pero con carácter Pucciniano, como decíamos antes en el famoso dúo soprano/barítono, que culmina con tres ataques a la franja superior que no pocas veces recuerda a los ataques de Nedda en su dúo con Tonio. Todo un acierto contar con alguien de casa para algo de tales dimensiones y sin duda, una enorme satisfacción para la valenciana.

Llegados a este punto, tenemos que decir que el papel titular es una mezcla de lo más complicado de Siegfried, Otello, Arrigo, Turiddu y ligeros aromas de Tristan. Dicho lo cual y pese a contar con dos de los tenores españoles que mejor pueden adaptar sus condiciones a lo que Chapí concibió, no somos capaces de encontrar ningún tenor español/latino, o que domine parcialmente el castellano, que pueda sacar la parte con garantías. Alejandro Roy es otro clásico de la casa, que debido a su agenda actual, puede asumir el reto de aprenderse un nuevo personaje de estas características y salir del paso. Con muchas, muchísimas limitaciones, eso sí. Roy empezó como tenor lírico, en un repertorio dominado por las voces agudas (esto es, belcanto), llegó a cantar en la Scala y en teatros de mayor renombre, hasta ampliar su repertorio a papeles endiablados de la talla del Verdi maduro o el verismo. Actualmente, y pese al bis que protagonizó la pasada temporada con la canción Húngara de Alma de Dios, la voz se encuentra en un estado que le impide cantar con mínima resolución cualquier particcella que se le ponga por delante. La voz siempre fue de tintes oscuros y sonoridad robusta, sí, pero el abuso de la gola y la impostación de garganta dificultan el paso de la voz hacia los resonadores, fluyendo a trompicones y sin la debida claridad del sonido. Los registros evidencian un desequilibrio en cuanto a color, premeditadamente oscurecido y suena arañado y esforzado. Chapí le mantiene en vilo en torno al pasaje, imposible y artificioso, instándole a unos agudos (Laes y Síes) aposentados en la garganta. Alguno de ellos, hacia el final de la obra, tuvo cierto metal a base de empujar y mover el diafragma agitadamente, induciendo un trémolo molesto, restando apoyo en la emisión. Mayor serenidad encontró en su plegaria a la Virgen, «Oh Virgen, que fuiste amparo», sin sustos y una línea central. Hacia el final se volvió insostenible, cuando los ascensos a la octava superior le impidieron mantener la prosodia del texto, reconvertida en un fraseo plagado de vocales sin diferenciación, que hizo muy costoso seguir la trama.`Y pese a todo, salió vivo.

Marco Moncloa aportó claridad y volumen en sus intervenciones, y pese un agudo final algo tambaleante, demostró con creces su profesionalidad en el dúo con Faus. Milagros Martín puso al servicio de la música un instrumento cálido y bien manejado, lo que lució su parte. Gerardo Bullón pisó en firme una vez más e Israel Lozano aportó dosis de comicidad en su arietta, muy bien cantada.

Guillermo García Calvo hizo sonar como nunca a la orquesta, uno de los pocos conjuntos que tiene oportunidad de dirigir en España. Llevó una sonoridad genuinamente lírica en todo momento, sin abuso del sonido por el sonido en los amplios números de conjunto o en los de mayor emoción. De tintes wagnerianos, con reiterados usos del leitmotiv y la melodía infinita, dominó una cuerda destilando clase y refinamiento y controló por vez primera a toda la sección de trompetas y metales. Fantástico el coro titular, especialmente lo que refiere a las sopranos. Los hombres, voluntariosos, no terminaron de cuajar en sus apariciones.

La producción de Graham Vick, que girará a Oviedo y Valladolid, es todo un acierto que impulsa el género y abre fronteras a la lírica internacional (sería una lástima que no se registrara para una posterior comercialización). De Vick hemos apreciado anteriores trabajos, que deambulan entre dos corrientes muy diferenciadas. Una muy clásica, al estilo de su Lucia di Lammemoor, vista en Madrid hace varios años. Vestuario relativamente de época, puesta en escena amplia y llena de elementos, que puede agradar tanto a los más puristas como a los menos. Y otra vertiente, la más simbólica, con pocos elementos- su Anna Bolena-, pero un gran trabajo intelectual detrás que no dificulta su entendimiento, aun cuando se desconoce la obra. Gran parte de ese trabajo se ve muy reflejado en esta ocasión. Vick emplea como elementos principales una talla de la Virgen, una enorme cruz, un sofá de los 60/70, un escritorio, y un olivo. Todos ellos, elementos característicos de una obra ambientada en la Alpujarra, de enorme devoción católica y mucho trabajo en sus campos. De hecho, el coro encargado de abrir la obra hace un canto en relación al vareo de la aceituna. Don Mariano, aquí un empresario agrícola. Soledad, su familia junto al hijo que tiene juntos. Los personajes cómicos, bien integrados en torno al componente trágico, imprescindibles en los pueblos andaluces. El movimiento escénico con la ayuda de una plataforma móvil, juega en cierto modo con las diferentes escenas y la dirección de actores convierte el pequeño escenario de la Zarzuela en una masa humana de proporciones bíblicas, obligándoles incluso a utilizar los palcos de proscenio. Es evidente que el británico posee unos conocimientos tremendos de la obra que dirige, y en ese sentido estamos ante una de la grandes producciones propias del teatro. Pero estamos de acuerdo en que llenar cuatro horas con pocos elementos da que pensar, y hay que meter alguna cosa que, si bien a gran parte de los espectadores, entre la que nos incluimos, nos parece acertada, a otra, respetable igualmente, puede llegar a incomodar. Hablamos de la escena de la procesión, una pasión representada dentro de escena. Se podría entender que el hecho de que apaleasen a Cristo y le escupieran hasta matarle, pueda ofender (en poco se diferencia, incluso es más ligera que muchas de las películas sobre la Pasión), pero si discrepamos en que la fina línea que los separa sea el vestuario, como argumentaba una espectadora. Tanto más da que vayan vestidos de romanos (si es que todos en la época iban vestidos) como de militares, algo más ajustado al siglo XXI. La escena, final del segundo acto, fue recibida por silbidos y contrarrestada por los habituales bravos. Todo lo demás fue un gran espectáculo.

Autor: Arian Ortega.